miércoles, octubre 13, 2004

La historia de mis amores. Capítulo I: Maria Pía, 1985

LAS AVENTURAS SENTIMENTALES DE UN HIPERSENSIBLE (Capítulo I: Maria Pía, la verdadera historia)
Mi historia de encuentros, o más bien de encontronazos, con las mujeres tiene sus antecedentes vivos y unidos a lo que después constituiría para mi una de mis mayores preocupaciones. Estos hechos han llegado a profetizar aquello en lo que mi relación con el ser femenino iba a convertirse mucho después.
Mi primera experiencia fue ya en la guardería. Dos o tres años tendría, justo cuando, según los psicólogos, se supone que los varones no tienen aún mucho interés por las hembras. Pero yo sería uno de esos extraños casos que llevaría a Freud a afeitarse la barba si se la hubiese apostado con Jung tomando pastelitos en un café vienés sólo existente en la psyche humana.
La guardería de Colloto… Fui tan feliz ahí que a partir del día en que dejé de ir todo el resto de mi vida fue considerado para mí como existencia post-colloto. Tan vivos son mis recuerdos de entonces que desde los cinco años he considerado que cualquier tiempo pasado fue mejor y he acabado haciendo de mi pensamiento una máquina del tiempo proustiana que realmente sólo reconoce como mi auténtica vida aquella que viví por esos años.
Había en la guardería de Colloto – además de Toby, el perro medio ciego que un día mordió a un niño dicen pero que yo no me lo creo, una higuera, la casa de la bruja ¡huy, qué miedo! y una escalera con barandilla perfecta para bajar a lo Mary Poppins- una niña monísima y rubísima que tenía el beatísimo nombre de María Pía. Este pequeño angelito siempre participaba en un inocente juego infantil - que de infantil e inocente no tenía ni el nombre, pues daría mucho juego a adolescentes nada inocentes, pero ciertamente algo infantiles- que tenía el nombre de Juego del conejo. “El conejo no está aquí/ se ha marchado esta mañana por las calles de Madrid/ ¡Ay!, aquí está, haciendo reverencias/ Tú besarás a quien te guste más”. Entonces en mi cabeza sólo aparecían dos cosas: un helado llamado Mikonejo que sabía a lima-limón pero que yo no solía tomar a pesar de mi desmedida afición a los helados porque en casa no veían con buenos ojos la ingesta de polos existiendo nutritivos helados de crema… y María Pía. Y con la cabeza en mis dos pasiones, iba y besaba siempre a aquella niña tan angelicalísima, rubísima, palidísima y monísima, con un nombre tan beatísimo y tan repipi que a mi no me traía imágenes de santidad, sino de pajaritos y pollitos rubísimos y monísimos como ella. No recuerdo si ella me besaba. Es probable que no lo hiciese. Es probable que, en cambio se aprovechase de mí para que le dejase el siempre apreciado y socorrido color carne de mi caja Plastidecor 24, altamente cotizado junto al dorado y al fucsia. Imagino que se lo daba con la esperanza de que cuando el conejo no estuviese por ahí, que se hubiera marchado por las calles de Madrid y, ¡ay!, que volviese haciendo reverencias, ella me besase porque le gustase más. Al menos el juego servía para enterarse de los cotilleos cuando la máxima noticia no era el jersey musical de Manuel Arnott. No creo que nuestra relación fuese tan mal –ella venía a mis cumpleaños. Mas el tiempo cambió las cosas. El 75% de mis compañeros de guardería fue luego conmigo al colegio. Si Maria Pía no hubiese estado en el 25% restante ahora no estaría escribiendo esto. Nos veíamos al año siguiente de dejar la guardería, pero la distancia va hiriendo las relaciones. La vida es así. Tal vez no sea tan malo. Quién sabe si al llegar a la EGB no me habría dejado por el capitán del equipo de fútbol o por el mejor jugador de chapas. O en EGB II por el chico más parecido a Luke Perry o el más gamberro. O en BUP por el más parecido a Brad Pitt o el que mejor bailaba en la discoteca. En COU intenté buscarla de nuevo sin éxito. Ahora me pregunto qué será de ella. En fin, la vida tiene senderos desconocidos. Estoy seguro de que un día volveré a encontrarla.
Bueno, seguro que ella me amaba. Al menos yo la amé. La prueba de ello es que en mi escala de valores estaba por encima de mi tarro de chupetes, que aún conservo. Ayer lo volví a sacar del armario donde estaba metido. Le pegué una buena mordida a mi chupete preferido. Llevaba muchos años sin hacerlo. Está bien, calma la ansiedad, es mejor que un chicle. Pero, ¡ay! , más dulces serían los labios de Maria Pía

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